Me inicié en el periodismo en 1972 y pronto me especialicé en relaciones internacionales. Durante 20 años estuve escribiendo una columna diaria de política internacional que se distribuía a 40 periódicos de toda España a través de la Agencia Lid, que dirigía Manu Leguineche.
Poco a poco me fui convenciendo de que la política mundial, y por ende la política de cada país, giraba en torno a un círculo vicioso: por más vueltas que le daba a la problemática del mundo (del mundo de los años 80 y 90 del siglo pasado), por más que leía y releía y estudiaba, no encontraba una vía de solución para los grandes desafíos humanos: el creciente subdesarrollo, las interminables guerras, el imparable armamentismo, el riesgo nuclear… entonces apenas se hablaba de problemas medioambientales.
Al buscar soluciones en otros horizontes conocí los informes al Club de Roma sobre los límites del crecimiento. Incluso tuve la oportunidad de entrevistar a su fundador Aurelio Peccei, que me ilustró en mi búsqueda. Según su visión, la economía se erigía como un obstáculo futuro para las aspiraciones humanas. Lo que venía a decirse desde el Club de Roma es que el mundo era finito, que no podíamos seguir dilapidando los recursos naturales, porque llegaría un momento (en el siglo XXI) en que el sistema mundial colapsaría. El escepticismo sobre esta perspectiva todavía perdura, aunque hoy con mucha menos intensidad que en aquellos años.
Esta visión me llevó a profundizar en los grandes temas de la economía mundial. Pensaba que, si la política no contenía en sí misma la solución de los grandes problemas de la civilización, tal vez la economía tuviera la llave. Después de los “30 gloriosos”, como se conoció a los treinta años de prosperidad posteriores a la segunda guerra mundial, el planeta había entrado en una época turbulenta que giraba en torno a dos ejes principales: la crisis de la energía (con los precios del petróleo por las nubes) y los petrodólares. Sin olvidar la permanencia de la guerra fría y de la amenaza del holocausto nuclear.
No tardé en darme cuenta de que tampoco la economía podía aportar nada nuevo, sólo recetas que prolongaban los males que hoy persisten, incluso más agudizados: el abismo Norte-Sur, la creciente pauperización de las sociedades desarrolladas, la batalla interminable por el control de las fuentes de energía, el creciente poder de las empresas multinacionales y, a su amparo, las más diversas formas de corrupción.
La naturaleza, nueva variable
Cuando se empezó a hablar de cambios en el clima, una variable nueva se introdujo en la ecuación que me obsesionaba: el protagonismo pasó de los Estados y multinacionales a la naturaleza, que mostraba una rebeldía a la pretensión humana de someterla a sus caprichos. Fue mi primer paso hacia el periodismo científico: el mundo ya no era sólo cuestión de la geopolítica y de las relaciones de poder, sino que la ciencia formaba parte del nuevo escenario.
Fue entonces cuando descubrí los grandes cambios que se habían producido en el conocimiento humano a principios del siglo XX, que dieron origen a algo de lo que yo no había caído en la cuenta: las bombas de Hiroshima y Nagasaki eran el resultado de una revolución científica que había transformado, no sólo las relaciones de poder, sino sobre todo, las mentalidades.
Todo el mundo que yo había conocido y analizado estaba construido sobre la base de aquellos conocimientos, que dieron origen a las potencias nucleares, a nuevas formas de energía, a una incipiente revolución tecnológica. Aún no había nacido la informática, tal como la conocemos en la actualidad, ni las telecomunicaciones habían obrado el milagro que hoy ya no nos sorprende: comunicar con otra persona en cualquier momento y lugar. Y no sólo intercambiar voz, sino datos a la velocidad de la luz. Todos estos cambios tecnológicos, y otros que llegarían más adelante, tenían el mismo origen.
Empecé a vislumbrar entonces que había otra posible fuente de evolución de la sociedad, que procedía del conocimiento científico. Enseguida descubrí que los nuevos conocimientos no eran fáciles de comprender: antes al contrario, me hablaban de una creciente complejidad no sólo del conocimiento, sino de la sociedad en la que vivía y a la que pretendía entender.
Uno de los primeros autores que leí en aquellos años fue a Edgar Morin, apenas conocido en España todavía. Sus primeras obras debí leerlas en francés para entender el emergente concepto de complejidad aplicado al conocimiento y a las relaciones humanas. Desde esta perspectiva compleja, la política mundial, la economía, las percibía desde otro ángulo. Era necesario conocer y comprender los nuevos conocimientos.
Fue a partir de esta reflexión cuando descubrí, junto con mi esposa, la necesidad de crear un medio de divulgación científica que ayudara a la sociedad a comprender y aprovechar los nuevos conocimientos. Nos inspiramos en una publicación norteamericana, el Brain-Mind Bulletin, que recogía periódicamente (en papel) los principales avances que se producían en las neurociencias.
Interdisciplinariedad y significado
En realidad ya había algunas publicaciones de divulgación científica, pero nosotros añadíamos dos características al modelo de divulgación: la interdisciplinariedad y la información con significado. Es decir, pensamos que la ciencia había que explicarla en toda su amplitud y complejidad porque los problemas políticos y económicos eran inseparables de los problemas sociales, de la psicología y del conocimiento del cerebro humano, así como de las ciencias naturales que buscaban explicaciones y soluciones a los cambios en el clima, entre otros enfoques. Además, queríamos una publicación que se apoyara en el conocimiento científico para ayudar a las personas en su crecimiento humano y profesional.
Fue así como surgió nuestro medio de comunicación. Primero se llamó Tendencias Científicas y Sociales Siglo XXI. Fuimos la primera publicación en España que abordó, en su primer número (marzo de 1988), la información sobre el agujero de la capa de ozono. En esos primeros años hablamos también de relatividad y física cuántica. Prigogine, Edgar Morin, Jesús Ibañez y otras figuras eminentes, españolas y de otros países, publicaron en nuestras páginas apasionantes artículos.
En 2001 superamos la etapa de papel y nos situamos en el ciberespacio con Tendencias21. Es un modelo de divulgación 2.0: interactivo, audiovisual, expansivo. En la actualidad más de 20.000 personas nos visitan cada día y servimos dos millones de páginas cada mes. Nos sentimos satisfechos y contentos de ser útiles a los científicos que explican sus conocimientos y a las personas que, como nosotros, buscan en la ciencia el conocimiento necesario para mejorar sus vidas y proyectar sus ideales. A todos ellos les agradeceremos la confianza depositada en esta labor de comunicación que realizamos.
De esta experiencia de reflexión y divulgación de los nuevos conocimientos he comprendido que, tal como me imaginaba, sin la ciencia los grandes problemas del mundo no tienen solución. Pero también he descubierto que la gestión de la crisis de nuestra civilización es más una cuestión de responsabilidad que de conocimientos, ya que nosotros somos su origen y, al mismo tiempo, su solución.
Eduardo Martínez es responsable de la web Tendencias21.