Gracias a los libros de texto, por Carlos Chordá

Se podría decir que soy divulgador gracias los libros de texto. Desde que comencé como profesor de ciencias en Secundaria me di cuenta de que sin nosotros, los profesores, son aquellos unos objetos de muy escasa utilidad. Porque a ver quién es capaz de entender sin ayuda la siguiente definición que proporciona un texto cualquiera de Física y Química de 3º: “Un mol es el número de átomos que hay en exactamente doce gramos del isótopo doce del carbono. Dicho número es 6,023 · 1023, constante conocida como Número de Avogadro”.Y hay que tragarlo así, a palo seco. Es evidente que hace falta un intérprete para que conocimientos como el del mol, y tantos otros, puedan ser medianamente entendidos por las personas a las que presuntamente van dirigidos que, por si fuera poco, dedican un porcentaje importante de su esfuerzo intelectual a bregar con los asuntos propios -e importantísimos- de la adolescencia.

A la fuerza ahorcan: poco a poco, y sin ser plenamente consciente de ello, fui coleccionando una serie de ‘trucos’ para desvelar los arcanos que salpican los libros de texto. Para ello, como es natural, trataba de hacerlos visibles, de acercarlos de una manera más o menos gráfica a los jóvenes cerebros que tenía ante mí. Sin duda me ayudó el hecho de que siempre me ha gustado tratar de hacerme una idea de cómo son realmente las cosas.

Vamos, que fui un niño un tanto friki, como se dice ahora. Porque no es muy normal que ante un mapa de Tenerife, con sus curvas de nivel cada vez más oscuras hasta la nívea cumbre del Teide, me diera, allá por sexto de la desparecida EGB, por dibujar el perfil de la isla con la misma escala horizontal y vertical y comprobar, un tanto decepcionado, que dicho perfil era mucho más plano que lo que el mapa sugería con su gradiente de marrones.

Como tampoco es normal que antes de empezar el BUP, tras encontrarme en un libro -seguramente sacado de la biblioteca- con el radio y la masa del protón, no pudiera resistirme a determinar la densidad de tan minúscula partícula. El altísimo valor que obtuve me dejó pasmado tras asegurarme de que no había errado mis operaciones, y me sorprendí de que el libro del que había obtenido los intrascendentes datos sobre el protón no incluyera, como un desafío a la imaginación humana, el valor de su densidad.

Supongo que un día me dije que era una pena que todo aquello que utilizaba en mis clases para tratar de hacerlas un poco más comprensivas y, sobre todo, más atractivas, llegara a unas pocas de decenas de alumnos cada año. Es entonces cuando me decidí a ponerlas en orden, negro sobre blanco, con muy pocas esperanzas de que alguien completamente desconocido y que se ganaba la vida dando clases de ESO pudiera seducir a ningún editor.

Afortunadamente me equivoqué porque supe de Serafín Senosiain, cerebro y corazón de Editorial Laetoli, quien apostó por ese puñado de capítulos con que me presenté una tarde en su casa. Unos meses después salía de imprenta Ciencia para Nicolás, que como acertadamente pone en su contracubierta “todo estudiante de Secundaria -más sus padres, sus hermanos y cualquiera de nosotros- debería leer”.

Ciencia para Nicolás me hizo cogerle el gustillo a la divulgación, y en eso sigo: he publicado en la misma editorial El yeti y otros bichos ¡vaya timo! (una excusa para, poniendo en su lugar a la criptozoología, poner de paso en solfa los métodos de los traficantes de misterios); escribo artículos, me invitan a dar conferencias, trato de terminar otro libro para mi buen Nicolás, y mantengo el blog La ciencia es bella.

Carlos Chordá es licenciado y doctor en Ciencias Biológicas por la Universidad de Navarra. Desde 1996 imparte clases de Secundaria en Escuelas Pías de Tafalla (Navarra). Podéis encontrarlo en Twitter y en Facebook.

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